martes, 22 de enero de 2013

(PLNAF) / Puentes Lumínicos Neuronales de Alta Frecuencia

Comparto este cuento que forma parte de un libro de cuentos, por supuesto.


(A Verónica Barale y al maestro J.L. Borges, ambos in memoriam)
gracias al prodigio de la voz de Sinead O'Connor.

(PLNAF) / Puentes Lumínicos Neuronales de Alta Frecuencia
LAS VOZ DE LOS ESPEJOS
(CUANDO LAS SIRENAS VUELAN)


Por Verenice Naranjo García

La primera vez que el profesor Wilham creyó intuir que dentro de los espejos había algo más que el material del que habían sido fabricados, fue un verano en París. Había tenido que viajar desde Nueva York para participar –durante cinco días, del sábado 18 al miércoles 22 de junio- en una serie de conferencias en el Instituto Pasteur. Aún cuando sus investigaciones se concentraban en la física cuántica, en esta ocasión, el doctor Wilham colaboraba en una investigación sobre ciertos virus y bacterias que poseían características mutantes que no alcanzaban a comprender ni los patólogos, ni los especialistas en bioquímica, de este que era uno de los principales laboratorios en la experimentación médica y observación micro/nano-molecular, en todo el mundo. Especializado en el estudio de la enfermedades infecciosas, como es sabido.

El nombre del instituto -como es fácil deducir- rinde tributo al creador del suero antirrábico, Louis Pasteur, y se ubica en el 28 de la Rue Doct Roux.
El organismo tiene subsedes en otros países como Bélgica, Marruecos, Corea y Uruguay. También mantiene programas de investigación e intercambio con 32 naciones. La matriz del Instituto -en París- tiene una muy buena localización. Hay múltiples maneras de llegar. El aeropuerto de Orly está a unos 18 km y el de Charles de Gaulle a unos 35 km.

El reloj marcaba las 12:44 hrs. Apenas unos minutos atrás, el profesor Wilham había sorteado los trámites de la aduana francesa y ahora estaba instalado en un taxi rumbo al hotel ‘Aberotel Montparnasse’, ubicado en el No. 24 de la Rue Blomet. El taxista le preguntó cuánto tiempo más permanecería, porque en tres días –el 21 de junio- se realizaría por toda la ciudad el Festival de la Música que celebraba la entrada del solsticio de verano con una serie de eventos musicales. A lo largo y ancho de sus plazas, parques, puentes y avenidas, se reunían grupos de todos los géneros musicales imaginables. Por doquiera, se convocaban multitudes en un auténtico espectáculo callejero que lograba atraer a miles de turistas de todo el mundo.
El taxista me confesó que a su juicio era una de las pocas ocasiones –quizás la única- en que el parisino estaba dispuesto a compartir del todo con sus visitantes extranjeros.
La camaradería que lograba la música, se extendía a la gastronomía y tanto los anfitriones como los visitantes acostumbran disfrutar del típico almuerzo al aire libre y la fiesta de la música. Casi, casi bastaba acercarse y exhibir un acento extranjero para ser convidado a unirse a cualquier ‘picnic’, increíble pero cierto… el significado era maravilloso. Por cierto, me dijo que siempre era un buen detalle traer un par de botellas de la bebida típica del país de donde se provenía para compartir con los anfitriones. Le hice saber que sí estaría para el 21 de junio pero que no había traído ninguna bebida para brindar, sin embargo podría solucionar mi falta comprando un par de botellas de whisky en una licorería.
Al escucharme decir esto, sonrió y buscó mi mirada por el espejo retrovisor; luego, hizo un gesto con el pulgar hacia arriba y con una gran sonrisa me mostró su aprobación, al decir:

-¡Súper, súper! ok.

Una vez en el hotel, después de registrarme y tener que mostrar dos veces mi pasaporte, subí a mi habitación, para dejar el equipaje y prepararme para ir al Instituto Pasteur. Aquel mismo día, habían comenzado una serie de encuentros sobre nano tecnología aplicada a la salud, desde las diez de la mañana. Consulté el reloj (siempre cambiaba la hora desde el avión, para evitar confusiones) vi que faltaban cuatro minutos para la una de la tarde. Lo primero en lo que pensé fue en comer algo e ir a la conferencia marcada para dar inicio a las 14:30 hrs. Tenía mucho interés en escuchar al doctor Pavel Alfitrovich Rutembato, un investigador ruso- polaco, criado en Turquía y nacionalizado alemán, reconocido por ser uno de los mayores científicos contemporáneos.
Bajé, dejé la tarjeta de la habitación y salí del hotel con la intención de buscar un restaurante donde comer algo. En el avión (había viajado en primera clase y ahora les platicaré porqué) habían ofrecido un menú gourmet estilo ‘Panamericano’ con pequeños platillos clásicos de varios países: Probé una tostada de pato con mole (México); una especie de tapa de arrachera (Argentina); una mini cazuelita con muqueca de camarón en leche de coco (Brasil) y una especie de pequeña pita rellena de langosta con mantequilla, al estilo de Nueva Inglaterra (Estados Unidos). De guarnición me llevaron unos trozos de yuca a la dominicana y papas peruanas a la huancaína. De postre tuve una jericaya de cajeta (un flan cremoso de Jalisco) y una bola de nieve de leche quemada con nueces y pistaches troceados (estilo Oaxaca) ambos postres mexicanos. Todo fue de una gran calidad y en versiones muy pequeñas, realmente ‘petit’. Lo cual estuvo bien porque permitió probar diferentes sabores sin hacerme sentir más satisfecho de lo necesario.

No me quejo para nada, sólo comento que tengo hambre y quisiera buscar un lugar donde comer algo antes de llegar al Instituto.
El viaje a París había sido un poco más complicado de lo usual, porque al parecer implementaron más detalles a las ya de por sí estrictas normas de seguridad para embarcar en el aeropuerto John F. Kennedy, en Nueva York. Un detalle que hacía dibujar una sonrisa en los labios del profesor, era la reacción de los agentes de las aduanas en todo el mundo y en especial, en Estados Unidos, Inglaterra y Alemania. Por curiosas cuestiones de la psicología o el adiestramiento policíaco, carecían de un criterio determinado para actuar, cada vez que el profesor respondía a la pregunta: ¿Cuál es su profesión? con la amable contestación de: “Investigador científico”.
A veces, lo hacían pasar en automático como si hubiera dicho una clave correcta. Otras ocasiones –como la de hoy- parecía que había confesado: “Soy potencialmente peligroso porque pienso mucho…” o algo así, porque le habían pedido que se quitara el cinturón y los zapatos. Por fortuna, no llevaba ninguna cepa de bacteria con él, si no lo hubieran acusado de ser portador de un arma química, pensó para sí mismo, para hacer más ligero el momento mientras le examinaban las plantas de los pies –en calcetines- con una especie de detector de metales.

Después de la exhaustiva revisión, fue a comprar un café y un libro, eligió uno de ciencia ficción titulado “Puentes Lumínicos Neuronales de Alta Frecuencia”, que según la contra portada había tenido una excelente recepción por parte de la comunidad científica. La sinopsis, apuntaba sobre la novela:

“Todas las investigaciones apuntan a que se trata del descubrimiento de una cierta clase de energía virtual cósmica, de enorme potencial científico, cuya principal virtud consiste en permitir establecer eslabones y Puentes Lumínicos Neuronales de Alta Frecuencia, entre personas, sin importar la distancia. Los ‘puentes lumínicos creados’ tendrían el poder de decodificar patrones de DNA tetra-dimensionales, capaces de atravesar un sin número de dimensiones virtuales, nunca antes imaginadas”.
Tras pagar el libro y un par de revistas, buscó un lugar cerca de su puerta de embarque y se puso a leer un poco.

No pasó nada especial hasta un instante antes de abordar el avión. Fue en ese momento, cuando llegó corriendo un chico con la voz entrecortada por la agitación, acompañado de un guardia –de esos contratados por la misma línea aérea- el chico comenzaba a sudar por la frente, cuando le entregó al profesor un sobre mediano –que tuvo que abrir frente al guardia- y que contenía dentro una especie de diario o bitácora. El profesor se la mostró al guardia y hojeó la hermosa libreta con tapas de cuero. Observó que estaba llena de letras manuscritas y dibujos en el interior, parecían haber sido trazados por un arquitecto o diseñador; con una caligrafía muy hermosa.

El profesor y el policía miraron al chico que hasta ese momento no parecía entender que hacía falta una pieza en ese rompecabezas. El muchacho rubio lo comprendió, se sonrojó y sacó un papel arrugado de uno de los bolsillos traseros de sus jeans y extendió el papel al profesor, junto con un sobre. Pobre chico, se veía muy nervioso, quién sabe qué tanto habría hecho para que le permitieran el paso, pero lo había conseguido. En ese instante dijo:

- El profesor Andreopoulos, me pidió que hiciera todo lo posible para entregarle esto antes de que se embarcara a París, me dijo que por favor se lo entregara usted al doctor Pasteur.

-¿A quién? Atinó a preguntar un poco desconcertado el profesor Wilham.

Y cuando el joven repitió el apellido del doctor Pasteur, el académico se tranquilizó pensando que seguramente se trataba de un error del chico y era para algún doctor del instituto Pasteur, que era un mar de diferente.
Apenas le dio tiempo de agradecerles haberle llevado el mensaje y el sobre con la libreta, porque en esos momentos se escuchó por micrófono a la azafata de la compañía aérea llamando a los pasajeros de primera clase. Y esta ocasión, gracias a los puntos de esos programas de millas de viajeros frecuentes, había intercambiado su estatus de viaje; de turista a primera clase y tenía preferencia para ser de los primeros en abordar, así que se despidió del muchacho y del policía.

-Gracias. Dile al profesor Andreopoulos, que la entregaré. Dijo mientras alzaba la pequeña libreta con la mano derecha y con la izquierda acomodaba en su hombro la correa de la mochila donde estaba su laptop.

Durante el vuelo, el profesor que era un apasionado del cine, tuvo una buena oferta de películas clásicas y una selección de las más recientes, entre las cuales elegir. Optó por una cinta de 1997 titulada ‘Contacto’, protagonizada por Jodie Foster y dirigida por Robert Zemeckis. Basada en la novela de ciencia ficción de Carl Sagan.


Eso había sido unas horas antes, durante el vuelo. Ahora el profesor había salido del hotel y buscaba donde almorzar antes de llegar al instituto. Dio unos pasos por la calle para ver algún bistró que llamara su atención, ese era su método, descubrir algo que le agradara; o bien, seguir las recomendaciones boca a boca y algunas sugerencias de las guías de viaje, claro está. Recordó los lugares que le gustaban por esa área de París y en seguida vino a su mente, el restaurante ‘Le Ferrandaise’ ubicado en el No. 8 de la Rue Vaugirard, muy cerca de ahí, cualquier taxista conocía el lugar. Más tardó en subir al taxi, que en llegar a su destino.

Una vez en la mesa, comenzó a ver las especialidades que ofrecía la casa para ese día, y sus ojos comenzaron a recorrer las propuestas gastronómicas.
-“Fue un viaje interesante…” pensó el profesor Edward, mientras veía los platillos del menú. Había viajado en primera clase; y probado ese festival de sabores; luego vio ‘Contacto’ y había comenzado a hojear esa hermosa bitácora con apuntes de varias ciudades del mundo, con énfasis especial en París y sus puentes. (Por cierto, no recordaba con claridad al tal profesor Andreopoulos) Bueno, ya habría tiempo para pensar en ello, al regresar del Instituto. Ahora lo importante era ser tentado por un platillo.

Eligió el menú que incluía una entrada, un plato y un postre. De entrada pidió una terrina de conejo que venía con una guarnición de espárragos. El plato fuerte fue una carne de cordero con salsa de morillas y de postre un brownie de chocolate blanco. En cuanto terminó de comer, pidió la cuenta y al llegar el mesero, no se detuvo a ver el monto, sólo le entregó su tarjeta; se levantó y se dirigió al baño. Ni siquiera valía la pena revisar el costo, había optado por uno de esos menús de precio único, este incluía todo por 32 euros, más bebidas y propinas, claro está.

Unos minutos después, el profesor Edward Wilham estaba afuera del restaurante aguardando un taxi, en seguida apareció uno, lo abordó y le pidió al chofer que lo llevara al Instituto Pasteur. Al taxista le tomó apenas unos cuantos minutos alcanzar su objetivo. Como siempre sucede –durante el primer día de viaje, por el cambio de moneda- el profesor dejó un poco más de propina que la usual, para ese trayecto. Cuando arribó al instituto, eran las 14:14 hrs. En cuanto entró al centro de investigaciones, lo reconocieron algunos colegas y lo saludaron, entre ellos los doctores Arthur Rabji y Fernando Ortiz, quienes habían sido colegas suyos en un instituto de investigaciones en Los Angeles, unos diez años atrás. Arthur Rabji era inglés de origen indú y Fernando Ortiz americano de origen mexicano.

El profesor Edward Wilham tenía 42 años, aunque aparentaba 35 o 36 años a los sumo; físicamente lucía muy bien, aunque un poco cansado porque estaba saliendo de un divorcio después de un difícil matrimonio que había durado apenas cinco años. Había tenido que dejar el departamento donde vivía con su esposa y su hija de tres años. El cambio había sido más desgastante que otra cosa, pues había optado por un agradable loft a siete calles de su antiguo hogar; elegido ahí, para estar cerca de su hija. Vivía en Prospect Park y antes había sido vecino de Park Slope, ambos eran barrios vecinos al Jardín Botánico de Brooklyn.

Hacía seis años que trabajaba en un programa multidisciplinario de neurociencias en la Universidad de Columbia. Y estaba en París, precisamente como representante del equipo de nanotecnología aplicada a las neurociencias de dicha Universidad. Ah, también era socio-propietario (junto a dos amigos más) de un pequeño y agradable bistró en Manhattan -servían comida internacional con acento mediterráneo- ubicado en la calle de Prince, en pleno Soho. Por cierto, ofrecían jazz los jueves y los sábados, a partir de las 20:30 hrs. Tenían apenas cuatro años con el lugarcito y marchaba bien, después de las muchas estrategias de sus socios Roberto y Wellington; un chef mexicano y un diseñador australiano, a quienes había conocido gracias a Sara, su ex -pareja.

Volviendo al Instituto Pasteur, cuando sus colegas advirtieron que llegaba el profesor Wilham, los doctores Rabji y Ortiz, pararon para saludarlo.

-¿Qué tal estuvo el viaje? Preguntó el doctor Ortiz.

Wilham sonrió y dijo:

-Ustedes dirán… antes de abordar el avión hicieron que me quitara hasta el cinturón y los zapatos… -contestó con un simpático gesto.

Los tres se echaron a reír y caminaron rumbo al aula donde se llevaría a cabo la presentación principal a esa hora (había otros encuentros simultáneos, según el programa).

La conferencia con el doctor Pavel Alfitrovich Rutembato comenzó a las 15:00 hrs y resultó extraordinaria –como se esperaba- porque planteó el principio de una probable teoría cuya secuencia de enlaces y esquemas –formados por distintos prismas de cristales- estaría muy próxima a explicar la manera como se ensamblan las nanopartículas, dando origen a las figuras que forman toda la materia. Parecía simple pero era complicado. La charla había durado casi una hora y media y la sesión de preguntas tuvo que ser limitada porque sobrepasó los 40 minutos. Al parecer, nadie quería perder la oportunidad de preguntarle algo al doctor Alfitrovich. Después de esta soberbia exposición, Wilham asistió a la ponencia de un equipo de médico y físicos de Australia, Portugal y Corea, que habían desarrollado un modelo multidimensional para tratar de comprender las causas y procesos de las enfermedades infecciosas a nivel psicosomático.
En este sentido, lo que más interesante le había parecido fue la similitud de una frecuencia o ‘puente lumínico’ que uniría la nano-partículas, como si la luminosidad fuera la argamasa para unir los prismas de cristas de las nano-partículas.

Por fortuna, aunque el profesor Wilham era apasionado de sus investigaciones, no solía ser monotemático… ni pesado, ni creía saber la verdad del mundo. Más bien poseía una enorme virtud, tenía la facilidad de charlar sobre temas que interesaban a todos y era bastante sociable. Sin duda, eso influyó para que después de terminadas las conferencias, durante ese brindis que suele ofrecerse al final de las presentaciones, recibiera al menos tres invitaciones para reunirse con grupos de colegas. Y aunque Edward se sentía agotado para salir, sabía que si iba a una cena en especial, era muy probable que pudiera charlar con Alfitrovich, cosa que en estos momentos era muy difícil porque no sólo hablaba con científicos e investigadores; también estaba rodeado de varios periodistas que lo interrogaban. Wilham consultó su reloj y vio que marcaba las ocho y diez de la noche, recién había visto la hora cuando escuchó atrás de él:

-Edward Wilham, ¿quieres que pasemos por ti o llegas por tu parte? –preguntó cordialmente Arthur Rabji. Wilham le contestó que prefería llegar por su cuenta, para pasar por el hotel y descansar diez minutos antes de reunirse con ellos en Saint Germain dés Prés. El encuentro sería en el departamento de uno de los investigadores más importantes del país anfitrión y estaba marcado para las 21:00 hrs.

El profesor Wilham estaba hospedado en el ‘Aberotel Montparnasse’, en el 24 de la Rue Blomet. El hotel estaba a unos cinco o siete minutos caminando desde el Instituto, a varios investigadores les agradaba el servicio y el estilo de ese hotel; ese era su caso. El ambiente del lugar mantenía una agradable atmósfera oriental, con cierto acento en una decoración de simbología budista, con esas grandes cabezas de Buda. También estaba representada la fuerte tradición babilónica de la suerte; en ese origen que se pierde en el tiempo y la geografía entre Persia, Mesopotamia, Egipto, China, la India y la judería de Praga… me refiero a esa extraña fascinación que despierta la suerte de la baraja, y en especial el tarot. Y es que en el lobby, cerca de una cabeza de buda, estaban colgando un par de cuadros de aprox. 2 X2 metros, cada uno. Y en cada lienzo, estaba pintada una gran carta estilo naipe donde aparecía una reina de tréboles en una y, una reina de corazones en la otra. Las tonalidades de las obras, tenían un resplandor que evocaba de inmediato una escena iluminada a la luz de las velas.
Y en el lobby, era como si hubiera un triple juego de luces; el fulgor de las luces de las velas que parecían salir de los cuadros, además de las luces de las lámparas y candiles del hotel, propiamente. Y la suma de ambas imágenes, reflejada en los espejos. Esos grandes cuadros semejantes a unos enormes naipes, permitían echar a volar la imaginación de inmediato, para intentar visualizar en la mente cómo sería una baraja completa en ese tamaño; pintada con esa sutil y luminosa paleta.

Eran las ocho y media de la noche cuando Wilham regresó al hotel, dio las buenas noches y se detuvo un instante a ver el par de cuadros de las reinas de los naipes que estaban en la salita del lobby. Acto seguido, preguntó si tenía algún mensaje y le entregaron dos recados en un par de papeletas del hotel. Ambos eran mensajes de cortesía de bienvenida del Instituto Pasteur. Luego subió a su habitación; una vez dentro, lo primero que hizo fue quitarse el saco y los zapatos y sonreír al recordar la escena del aeropuerto, revisando sus pies enfundados en calcetines.

Hasta ese momento, recordó que había apagado el celular al iniciar la conferencia del doctor Pavel Alfitrovich; lo sacó del bolsillo interior de su chaqueta, lo encendió y lo dejó en una mesita que estaba frente al espejo.

Por fin, había terminado la primera jornada de conferencias. En realidad no habían sido largas ni pesadas las presentaciones, al contrario habían sido muy dinámicas; el cansancio se debía en gran parte al viaje y las esperas en los aeropuertos.


Decidió estirar su cuerpo y recostarse un par de minutos antes de prepararse para salir. No había pasado ni un minuto con el teléfono encendido cuando entró la primera llamada. Era Roberto -uno de sus socios- que le pedía que le llevara un par de quesos de oveja de Marie-Anne Cantin y un par de terrinas, no para el restaurante sino para él. Wilham anotó los nombres de los quesos y le dijo que investigaría si podía llevarlo, porque le parecía que las terrinas envasadas en frasco de vidrio sí, pero consideraba que no era permitido transportar el queso de oveja. O tal vez envasado al vacío, no sabía. Tenía que preguntar con las nuevas disposiciones internacionales que habían cambiado al mundo desde el 11 de septiembre del 2001. En fin.

Tener el restaurante y convivir de vez en cuando, lo mismo con los clientes, que con los cocineros y los músicos que tocaban jazz en el negocio, impedía que Edward se alejara de la parte humana que a veces parece perderse entre los mejores científicos e investigadores y artistas. Sin embargo, el mayor cambio en su vida lo había operado su pequeña hija, en tal magnitud que ni el mismo Wilham tenía conciencia. Honestamente, ahora no le importaba, ni soñaba con el Premio Nobel de Física, lo que más esperaba eran los jueves y domingos que salía a pasear un rato con ella; le parecía que desde el nacimiento de su hija todos los conceptos científicos los tenía más claros. Y el sentido de la existencia había salido del ámbito de lo abstracto de las teorías y se había instalado en su vida: de carne y hueso. Haciendo que todo cobrara una nueva razón verdadera. Tal cual.

Cuando aprendió a reconocer esa emoción que no dejaba de crecer en su interior, sintió una profunda pena por su padre que en su vida, jamás había conocido ese acercamiento de proximidad –casi femenino- hacia sus hijos. Mucho más, ahora que comprendía que la cercanía filial era la mayor que podía experimentar un ser humano, después de enamorarse. Con la diferencia de que la emoción filial no conocía final. Y no es que fuera romántico, como buen científico era bastante cerebral y pragmático; pero últimamente se había vuelto profundamente humano.

Tras colgar el teléfono a su socio se estiró en la cama y programó 8 minutos en su reloj de pulsera y en su celular, para no perder la hora.
En seguida se quedó profundamente dormido y tuvo un sueño caleidoscópico donde se mezclaban escenas de su reciente viaje en avión, con imágenes de él mismo caminando con su hija por el Central Park, cerca del edificio Dakota, pasando a un lado del círculo en homenaje a Lennon donde se leía: ‘Imagine’, cerca de un restaurante de especialidades italianas donde solía comer una que otra vez. Luego se miró a sí mismo en París, atravesando el majestuoso puente de Alejandro III -en el sueño- donde se quedó observando un rato los magníficos pegasos dorados. Y luego, siguió hasta entrar al Palacio de las Bellas Artes (Palais de Champs-Elysées)

Recordaba haber subido una escalera de cristal en forma de caracol que por momentos parecía agotadora y por momentos era tan leve que parecía una alfombra mágica que se deslizaba sola, como si fuera la mejor escalera eléctrica. Tras abandonar la escalera de cristal, se había encontrado de repente mirando hacia un gran espacio interior, tardó un poco en darse cuenta que era el interior del Palacio de Bellas Artes de México. Comenzó a bajar las escaleras del palacio y al salir a la explanada, vio un gran resplandor… alzó los ojos y se encontró de nuevo con otros pegasos, pero en esta ocasión eran transparentes, como si hubieran sido tallados de unas gigantescas rocas de diamante. Y los pegasos, de la explanada de Bellas Artes del Centro Histórico iluminaban cientos de metros a la redonda, con el brillo de sus prismas en los que rebotaba y se multiplicaba cualquier mínimo rayo de luz, por la Av. Juárez, La Alameda y el Eje Central. Vio alrededor y advirtió que había un río de gente que se dirigía animadamente hacia el Eje Central para adentrarse por la calle peatonal de Madero (Pasaje Bellas Artes- Zócalo).

Para esos momentos, había reconocido perfectamente que se trataba del Centro Histórico de la Ciudad de México, en donde había estado de vacaciones un fin de semana, hacía cuatro o cinco meses atrás. En el sueño, tuvo la impresión de que cruzaba el Eje Central y caminaba poco a poco por las calles y entre las personas por el corredor de Madero hasta la calle de Motolinia, donde daba vuelta a la derecha –en la callecita donde está la famosa hamburguesería- y en medio de ese callejón, entraba al edificio marcado con el No. 27.

Ahí subía una escalera de caracol de mármol rosa y negro (esa hermosa combinación mexicana para interiores) y al llegar a la azotea, descubría un lindo jardín. Había un par de sillas de mimbre para sentarse. Abundaban los malvones, las bugambilias, las amapolas y las rosas; era un hermoso y muy bien cuidado jardín de azotea. En un momento, se acercó con prudente distancia a la cornisa del edificio, se asomó un poco y alcanzó a percibir la algarabía del río de personas que pasaban por el pasaje de Madero. Apenas lo vio y llamó su atención un gran espejo que estaba al final del jardín y se acercó a él. El espejo parecía tener el tamaño de los cuadros -en forma de naipes- del lobby del hotel, aprox. dos metros por dos metros.

Conforme se aproximaba al espejo, comenzó a percibir que reflejaba la realidad, pero no a la manera como siempre lo hace, sino que tenía la apariencia de ser un reflejo de agua, o sea… reflejaba la imagen pero aparecía con esas ondas que produce el agua, como si fuera el reflejo de un lago y no de un espejo. Al ver las ondas, el profesor Wilham se sintió atraído por el espejo y lo tocó, de inmediato, como si hubiera metido su mano dentro de una fuente con un chorro de agua a presión … el espejo lo salpicó de agua, mojando su rostro, su mano y la manga de su camisa azul claro.

Estaba con el agua escurriendo, en sus sueños… cuando en ese preciso instante y al mismo tiempo, se escucharon las alarmas de su reloj y su celular. Y en una escena de humor involuntario, a la par que extendía su mano para apagar la alarma del celular, tiro el vaso de agua del buró… quedando su mano y la camisa escurriendo de agua… igual que en sus sueños… un instante antes de que lo despertaran las alarmas. Fue por una toalla de manos al baño y secó un poco el agua del buró. En seguida, se quitó la camisa, abrió la maleta y saco una camisa gris pálido y se la cambió. Antes de abotonarla, se mojó la cara, se peinó y pasó desodorante por sus axilas. Por encima de la camisa, se puso el mismo saco que llevaba por la tarde y se preparó para salir.

Unos minutos más tarde, estaba en un taxi camino a la casa del doctor Milraux ubicada en el 172 del Boulevard Saint Germain des Prés. Era la primera persona que conocía que vivía en el célebre edificio del famoso ‘Café de Flore’, saber que se dirigía ahí; no al restaurante, sino al edificio, le hizo sentirse repentinamente como si formara parte del elenco de una película que estaba por rodarse en unos momentos más. Y pensó que quizás esa sensación se transparentaba porque el chofer le preguntó de forma cordial:

-¿Va al restaurante o a visitar a una persona al edificio? Estamos cerca, pero hay un poco de tránsito…

-Voy a una reunión con unos colegas, a uno de los departamentos.

Después le contó una rara historia, al principio no sabía si el chofer lo estaba bromeando, pero al parecer no. Y tampoco parecía haber bebido.
El taxista era un hermoso chico que parecía más un modelo de una casa de modas que el chofer de un taxi. Al llegar a un semáforo en rojo aprovechó para voltear por el retrovisor y decirle:
-No se lo he contado a nadie, pero una ocasión… hace casi dos años atrás… casi en el mismo lugar donde usted abordó hoy… subió al taxi un hombre que era idéntico al pintor surrealista Salvador Dalí, ¿lo conoce, cierto? Y también me pidió que lo llevara al ‘Café de Flore’.

Y agregó:
-Nunca se lo había contado a nadie, sin embargo hoy que subió al taxi, tuve la misma sensación de aquel día. Un ‘Deja-Vú’.

El profesor Wilham no supo qué decir, iba a balbucear algo cuando vio en el asiento que estaba junto al chico, un par de libretas con una caligrafía muy parecida a la de la bitácora que le había llevado el chico al aeropuerto. Casi llegaban al ‘Café de Flore’ cuando el joven advirtió su interés en las libretas y le pasó una al tiempo que comentó:

-Soy arquitecto, estoy a punto de terminar la carrera… el taxi me ayuda a ganar un poco de dinero y sobre todo, me permite estar en contacto con la arquitectura de la ciudad; observar, tomar notas, hacer trazos… de las plazas, los palacios, los puentes.
Y agregó:

-Termino el próximo año y deseo hacer una especialidad en paisaje urbano, es el plan.

El profesor Edward Wilham pareció escuchar las últimas palabras como a través un conducto acústico estereofónico o como si hubiera estado en otro canal, tal fue la sorpresa que lo invadió al abrir la libreta y ver una bitácora casi igual a la que tenía en el hotel.
El chico miró a Wilham quien mal pudo disimular su asombro y se quedó observando unos instantes el interior de la libreta. Después de unos momentos, el chico tosió un poco esperando tener de vuelta su bitácora y recibir el pago del servicio, porque ya habían llegado, hacía unos instantes.
El profesor sabía que preguntaría algo obvio pero tenía que hacerlo:

-¿Dices que es tuya?

Por toda respuesta el chico sonrió, tomó su libreta, la hojeó y buscó un hermoso dibujo de una vista lateral del Point des Arts y se lo mostró.
En el dibujo, el puente aparecía sólo por la mitad y se leía la frase:
“Somos mitades de puentes, la respuesta es la otra mitad; hay puentes que lo atraviesan todo.”
Estaba leyendo la frase, cuando escuchó decir al joven estudiante de arquitectura, acerca el dibujo que tenía en las manos:

-Ese dibujo –del Point des Arts- lo hice esta tarde, hace unas horas atrás.

No había más qué decir. Wilham se disculpó por entretenerse con su bitácora, se la devolvió y el chico bromeó comentando que no había problema, que de cualquier forma, tendría que pagar por todo el tiempo que había permanecido en el taxi…

Wilham sonrió y estuvo de acuerdo. Pagó y bajó del auto.

Descendió a unos cuantos pasos del ‘Café de Flore’, se sentía un poco desconcertado. Decidió beber un café antes de subir a la reunión a casa del doctor Milraux. Sólo encontró lugar dentro porque las mesas del exterior estaban ocupadas.
Vio una mesita a la mitad del salón y dejó su saco en el respaldo de la silla. Fue al baño a lavarse las manos y al regresar al salón, por unos momentos, vio su reflejo por doquiera en la gran cantidad de espejos en torno. Luego, se sentó y pidió un express cortado.

Cuando el mesero se fue con su charola a la altura del hombro, el profesor Wilham siguió su reflejo… hasta quela imagen del mesero en el espejo pareció comenzar a moverse y distorsionarse ligeramente, como si el espejo fuera el reflejo en las ondas de un río o un lago, igual que en sus sueños, hacía unos momentos atrás. Vio los espejos alrededor y observó que reflejaban con gran precisión, el mobiliario en caoba y los gabinetes rojos ‘Art Decó’ del lugar, cuando comenzaron a aparecer ondas de colores en los espejos, en una lluvia de matices multicolores que parecían escenas reflejadas en un lago, con una increíble belleza estética y poética, recordaba una escena salida de un cuadro de Auguste Renoir.

El profesor tardó en darse cuenta que lo que veía, en realidad, era el reflejo de la escena que transcurría en vivo en el salón. Hasta que la distorsión fue enfocándose y poco a poco… y apareció la realidad en su afortunada separación. Por un lado el ambiente del restaurante; y por otra parte, el espejo con su reflejo. Menos mal. Así fue como aparecieron frente a sus ojos y como si no hubieran estado antes, una docena y media de clientes.
Tras un rato se sintió mejor y pensó que era momento de subir; estaba tratando de llamar la atención del mesero para pedir la cuenta, cuando divisó en el fondo del salón una mujer que llamó poderosamente su atención.
De repente, Edward Wilham se vio a sí mismo con una mano sobre el rostro indeciso, entre esperar unos instantes más o irse. Esta era la primera ocasión –desde su divorcio, hacía cinco meses atrás- que se sentía atraído como para aproximarse a una mujer. Cuando el mesero volteó, Wilham en lugar de hacer esa señal para pedir la cuenta, cambió el gesto repentinamente, dando vuelta a su mano derecha para solicitar otro café.

Pensó que algo estaba muy bien en ese disparo de adrenalina porque bastó esa primera señal para que repentinamente lo abandonara cualquier rastro de cansancio. Consultó su reloj y vio que eran las 21: 12 horas, por alguna razón imaginó que el número tenía algo cabalístico o era buena señal de algo y se levantó. Atravesó el salón decidido a acercarse a la mujer y cuando estaba a unos centímetros de ella, notó que había olvidado inventarse un parlamento, un pretexto. Lo único que se le ocurrió fue dar la vuelta como si algo se le hubiera olvidado y en lugar de regresar a su lugar, siguió de frente y salió a la calle, luego sacó el teléfono celular como si fuera a intentar una llamada.

A tiempo, pensó que era de lo más ridículo, fingir una llamada en la calle como si no supiera cómo llegar, máxime porque estaba justo debajo del lugar a donde iba. Por fortuna, desistió de hacer esa pésima actuación, poco antes de escuchar la voz de Fernando Ortiz unos metros arriba de él. Estaba nada más y nada menos que en esa célebre esquina del segundo piso arriba del ‘Café de Flore’, donde está el hermoso barandal en herrería y el balcón con plantas.
Cuando alzó la vista Edward Wilham, casi no lo podía creer… vio una postal de París frente a sus ojos. En el cuadro aparecían sus colegas y amigos: Fernando Ortiz y Arthur Rabji; asomándose por el balcón, arriba del ‘Café de Flore’.

Cuando lo vieron, alzaron sus copas, en señal de brindis, invitándolo para que subiera. Rabji traía en la mano una ampolleta de cerveza corona y el doctor Ortiz sostenía una copa de vino tinto, con la mano izquierda.

Edward sacó su celular, colocó la opción de cámara fotográfica e hizo un par de disparos; el primero de ellos, con flash. Algunos comensales del Café voltearon a verlo, para algunos debió haber parecido un turista chiflado y primerizo. Para quienes habían notado que charlaba con alguien arriba, debió pasar por un sofisticado vecino fotografiando a sus amigos. O algo así. Para cuando Wilham entró de nuevo al café, la mujer ya no estaba, había desaparecido dejando la propina en la mesa.

El departamento del doctor Milraux, era espacioso y magníficamente decorado. El bufete de bocadillos parecía una oda al arte de la gastronomía y el buen gusto. Edward, se enteró que era un servicio de bocadillos a domicilio, de esos que incluyen a los meseros. De hecho, la agencia gastronómica se hacía cargo de todo, incluidas las flores; excepto del vino, que casi siempre era una elección personal de quien contrataba el servicio.
En la reunión, estaban aprox. unos 35 a 40 invitados.

Había transcurrido menos de media hora desde su llegada, cuando tuvo la suerte de que el doctor Sigmund Lebarque -era amigo de Arthur Rabji- le dijera:

-¿Desea que le presente al doctor Pavel Alfitrovich? fui su ayudante durante dos años en un laboratorio suizo, lo conozco bien. Venga, vamos a saludarlo.”

Bastaron unos minutos para que Pavel Alfitrovich y Wilham lograran conectar a través de la mejor manera posible, o sea, por un comentario casual. Y es que ambos habían descubierto que estaban leyendo el mismo libro de los “Puentes Lumínicos Neuronales de Alta Frecuencia”. Si lo hubiera previsto no hubiera salido mejor.

Durante la conversación se unieron un par de científicos y Wilham escuchó de nuevo lo que tanto interés le había suscitado por la tarde, o sea, la teoría del ensamble de secuencias nano-moleculares a través de modelos de prismas de cristales, que trazan los enlaces y esquemas que al parecer sigue la materia, hasta convertirse en las formas y figuras que vemos, al reconfigurarse -y ocupar su espacio- en esta dimensión. Palabras más, palabras menos, hablaba de la teoría de los campos visuales emitidos por nuestras propias neuronas y materializado –a su vez- por nuestra propia capacidad de visión.

Lo más interesante, del libro de los “Puentes Lumínicos Neuronales de Alta Frecuencia” era que ahondaba precisamente en una idea muy parecida, sólo que centraba su línea de interés en la teoría de que existían personas con diferentes niveles de conciencia a un nivel tan activo, que establecían Puentes Lumínicos Neuronales de Alta Frecuencia, sin importar las distancias. Hipotéticamente, se creía que el poder de esta frecuencia sería tal, que podría incluso establecer Puentes Lumínicos Neuronales tan altos que lograrían abatir la noción de lo que se conocía como ‘tiempo’, a través de las dimensiones.
Al parecer, establecer comunicación de alta frecuencia era lo más parecido a la tan anhelada telepatía.
Y en opinión del doctor Pavel Alfitrovich Rutembato, la reunión de esa noche era una muestra de ello, ya que estábamos personas de diversos países, interesadas en procesos muy específicos de la investigación médica. Para el doctor Rutembato, habíamos trazado puentes lumínicos neuronales… y eso era lo que nos había convocado. Tenía sentido.

Creo que si no existieran esos puentes lumínicos neuronales que nos unen, sería difícil encontrar interlocutores con quienes discutir las nuevas teorías que plantean que la realidad es un ensamble de nano-partículas que se acomodan como prismas de cristales y que aparecen como impulsos eléctricos en una red imágenes.

Eran casi las once de la noche cuando llegaron dos o tres grupos más de colegas, sin duda, la atracción principal era el doctor Alfitrovich. Incluso había arribado uno de los más prestigiados neurocirujanos; el doctor alemán Franz Werner. Cuando lo saludé, me comentó que un par de horas atrás había estado realizando una compleja cirugía, pero pese a sentirse un poco cansado, no quiso faltar para conocer en persona al profesor Alfitrovich. Al escucharlo, pensé que muchos querrían conocerlo a él y consultarlo- al doctor Weber- pero ahora era interesante verlo cómo gozaba estar en el papel contrario, porque percibí que Franz se divertía mientras estaba prácticamente al acecho de que quedara libre el doctor Rutembato, para abordarlo.
Por mi parte, estaba charlando con Fernando Ortiz, Arthur Rabji, y otros colegas más. Creo haber comentado que el servicio de bebidas era atendido por meseros, pero la comida estaba dispuesta en una mesa, como bufete. Fui con Rabji a servirme unos bocadillos, cuando sentí la mirada de alguien. Imaginé que era algún colega que me estaba viendo, metí la mitad del bocado a mi boca y volteé a ver quién era. Fue la peor idea que tuve, porque de un momento a otro, no sabía qué hacer con el bocadillo en la mano y menos con el bocado en mi boca.
De repente, vi que me estaba viendo –cerca de la terraza- nada más y nada menos que la mujer del ‘Café de Flore’, la misma que había visto una hora atrás y por la que casi había hecho la pésima actuación de fingir una llamada telefónica.
A lo lejos, vi que alzó la copa y me sentí un poco ridículo al alzar el bocadillo, sin saber qué hacer, y por fin, me lo comí. Atravesé el salón, fui al baño, me enjuague la boca y pedí un whisky a un mesero.
En tanto Wilham aguardaba su copa, no dejaba de ver un instante a la mujer, como si temiera que fuera volver a desaparecer; en cuanto tuvo el vaso en la mano, le dio un trago y se acercó. Tras presentarse e iniciar la charla, Wilham supo que era originaria de Los Ángeles, que se llamaba Christiane, que acababa de hacer una maestría en París sobre arte y que en dos meses regresaba a Nueva York, donde residía. Ah, y estaba ahí porque su mejor amigo en París era un neurocirujano invitado a la fiesta.
En cuanto comenzó a escucharla le pareció una interesante mezcla de burguesa y aristócrata, lucía afrancesada; fascinante, elegante… y al mismo tiempo asomaba en lo más profundo de su esencia, ese rasgo tan americano del gusto por la simplicidad; ese saber hablar siendo franco; lograr conmover o sacudir pero sin lastimar. Ese estilo tan estadounidense y protestante, en el mejor sentido.

Cuando Christiane se levantó para ir al baño, Wilham se quedó de pie sin comprender muy bien todo lo que estaba sucediendo ese día. Literalmente parecía el guión de una película salida de su propia mente. Estar ahí don el profesor Milraux y el doctor Alfitrovich, y ahora Christiane… se asomó un momento por el balcón y vio la calle, el paso de la gente, la arquitectura de la calle. Luego volvió la mirada al interior y observó el par de salones donde permanecían unas veinticinco personas. Rabji se había ido unos momentos antes. Fernado Ortiz todavía charlaba muy animado con un grupo de colegas. Al fondo -cerca del bufete- estaban sentados conversando con mucho interés el doctor Pavel Alfitrovich con su colega Franz Weber; el que persigue alcanza, muy cierto.

Eran las once de la noche con cuarenta minutos cuando decidieron marcharse; se despidieron y salieron juntos Wilham y Christiane.

Fueron caminando a la librería ‘La Hune’, que estaba a unos pasos, sobre el mismo Boulevard Saint Germain dés Prés y que permanecía abierta hasta la media noche. Christiane quiso comprar el libro de los “Puentes Lúmínicos Neuronales de Alta Frecuencia” del que tanto había oído hablar esa noche. Llegaron a tiempo para adquirir el libro, también eligió un par de tarjetas con unas hermosas fotografías del “Point des Arts.” Pagó todo y antes de salir de la librería, sacó una de las tarjetas, buscó una pluma en su bolso y escribió dos o tres renglones de palabras, en la parte en blanco. Luego, metió todo en su gran bolso: el libro, las dos tarjetas y la pluma.
Wilham no sabía si ella tomaría un taxi o si llevaba auto, para acompañarla. Ella le hizo saber que su auto se encontraba cerca y que lo podía llevar a su hotel.

En el camino, Christiane le dijo que quizás podrían encontrarse el 21 de junio para ir al ‘Festival de la Música’ si se animaba –comentó- estaría con un grupo de amigos en el ‘Point des Arts’. El profesor dijo que estaría encantado y que haría absolutamente todo lo posible por ir. Antes de que bajara del auto Wilham, la chica abrió su bolso y le dio la tarjeta en la que había escrito algo.

Cuando subió a la habitación, Edward abrió el sobre de la tarjeta y vio la fotografía del “Point des Arts” que tenía impresa con una hermosa caligrafía, la frase de Paul Eluard:

“Hay otros mundos pero están en este.”

En el otro espacio, Christiane había escrito:

‘Todos somos la mitad de un puente…
y depende de la otra mitad, el lugar al que llegues.’

¡Qué día! Fue el último pensamiento de Edward Wilham antes de prepararse para dormir y caer de inmediato, en un sueño profundo.

Durante los siguientes tres días –incluido el domingo- estuvo casi todo el tiempo dentro del Instituto Pasteur, había dado una ponencia, asistido a varias más; y participado en distintas reuniones de trabajo en el laboratorio de patología. Y en ambos días, la voz y la imagen de Christiane, llegaba a su mente de vez en cuando, como una agradable corriente eléctrica. Por cierto, había preguntado a Fernando Ortiz y Arthur Rabji si conocían al profesor Andreopulos y ninguno supo de quien hablaba. La historia del chico en el aeropuerto y la bitácora sonaban tan inverosímiles como su contenido no científico, así que pensó en llevar de regreso la libreta a Nueva York, sin comentar nada más a sus colegas.

Conforme reflexionaba y pensaba en la teoría del doctor Alfitrovich y las ideas expuestas en el libro de los “Puentes Lumínicos Neuronales”, más comenzaba a revelarse con mayor claridad a Wilham, que todo lo que veíamos no pasaba de ser una especie de creaciones ópticas hechas en base a “prismas de cristales” formados a partir de impulsos eléctricos de nuestras propias neuronas que, dependiendo de su capacidad intelectual, artística y matemática, lograban transformar la información en figuras algorítmicas virtuales; materializables o no. O sea, todo lo que veíamos o creíamos que nos rodeaba, era una percepción colectiva, que en su origen había sido una percepción individual. Tenía todo sentido. Ese era el camino que conocía cualquier teoría.

Cuando finalmente llegó la noche del miércoles 21 de junio, Wilham estaba en la habitación de su hotel acabando de arreglarse para acudir a la cita con Christiane en el ‘Point des Arts’. Pasó a una licorería y decidió comprar una botella de Whisky y una de tequila, esta última porque Christiane le había dicho que le encantaban las ‘Margaritas’; aunque sin hielo y sin una licuadora no tenía sentido pensar en las margaritas… en fin.

Antes de salir, el chico de la administración le entregó un recado de una persona que le había llamado por la tarde. Por cierto, el mensaje no estaba anotado en esos papeles con el logotipo del hotel, por alguna razón lo habían apuntado en la hoja de un calendario de arte que tenían en la oficina del hotel. Era de ese día: Miércoles 21 de junio de 2011.
Al frente, estaba una reproducción del cuadro “Desnudo bajando la escalera” de Marcel Duchamp, y por detrás, tenía impresa una frase en letra tan pequeña, que tuvo que esforzarse para alcanzar a leer:

‘Al cruzar el puente y atravesar el espejo, lo verdaderamente genial es guardar silencio’.

Y con letra a mano, bastante clara -en el reverso- el recado decía:

“Para el profesor Edward Wilham, le llamaron para avisar que mañana lo buscarán por la mañana. Para recoger la bitácora.”

Wilham agradeció el recado y antes de salir, echó un vistazo al lobby (como si algo le dijera que lo hiciera) se acercó a ver los cuadros que parecían naipes y al verlos reflejados en el espejo, vio que las reinas no sólo se movían y parecían que estaban reflejadas el en agua, sino que en un instante se transformaban en reyes. Cuando volteó para encararlos y verlos en directo, de nuevo eran las reinas que había visto desde el primer día. Y en seguida, sucedió algo que lo dejó helado de sorpresa: Al verse al espejo -por un momento- en el lugar de sus ojos, vio los ojos de Christiane; y luego no sólo los ojos, sino el rostro completo de la chica, no cabía la menor duda de que en esos momento y en ese espejo, él era ella. Frente a la imagen, abrió un poco la boca desconcertado y sintió que arrugaba el recado en sus manos.
Lo extendió y leyó de nuevo: “Al cruzar el puente y atravesar el espejo, lo verdaderamente genial es guardar silencio.”

Cuando volvió a buscar el rostro de la chica en el reflejo del espejo, ya no estaba más. De nuevo, era él mismo; sin decir más nada, dio la vuelta y salió del hotel.

Más tarde, el encuentro con Christiane y sus amigos en el Point des Arts, fue mejor de lo imaginado, Wilham se había integrado de inmediato e incluso intentó cantar un poco… pero escuchándolo no cabía la menor duda que había hecho bien en dedicarse a la ciencia. La empatía entre Christiane y Wilham había comenzado, abriendo la puerta a una relación.

Al siguiente día -jueves 22 de junio- en su último día del viaje, Wilham se preparó para pasar la mañana trabajando en el laboratorio del Instituto Pasteur; después iría a comer con Fernando Ortiz y Arthur Rabji -por la tarde todavía tendría una reunión de trabajo- y por la noche volaría para regresar a Nueva York.

El jueves –eran las siete de la mañana- cuando sonó el teléfono en la habitación del profesor Wilham; ya se había duchado y terminaba de prepararse para ir a su último día de trabajo en el Instituto; estaba pensando que tomaría un desayuno ligero en el camino, cuando escuchó el timbre del teléfono. Atendió y la telefonista le hizo saber que un hombre lo esperaba abajo en el lobby, para pasar a recoger la bitácora que le había enviado el profesor Andreoupolus. Al escuchar el apellido ‘Andreoupolus’, Wilham no tuvo duda que era la persona a la que estaba destinada la libreta, e informó que estaría abajo en cinco minutos.

Unos instantes después, cuando el profesor se encontró en el lobby con el rostro del joven estudiante de arquitectura que manejaba el taxi y que lo había llevado por la noche al ‘Café de Floré’ -la noche que había conocido a Christiane- su cara le pareció muy familiar, pero no lo reconoció. El chico tuvo que decirle:

-¿Profesor Edward Wilham? Soy el taxista, quiero decir, el estudiante de arquitectura que maneja el taxi y que lo llevó al ‘Café de Floré’ el sábado por la noche.

-Ah sí, por supuesto. –dijo.

Y al momento, se agolparon varias preguntas en su mente, ¿quién era exactamente aquel chico? Lo único que atinó a decir fue:

-¿Es usted el conocido del profesor Andreoupolus? al mismo momento en que le extendía el sobre con la bitácora.

Por toda respuesta, el chico extendió la mano, sacó la libreta del sobre y la abrió donde estaba diseñado el Point des Artes con la frase:

“Somos mitades de puentes, la respuesta es la otra mitad;
hay puentes que lo atraviesan todo…”

Y dijo, en obvia alusión a Christiane:

-Espero que le haya servido el puente para encontrar su propio reflejo en el espejo, profesor. Y agregó, llevándose el dedo índice a los labios en señal de guardar silencio:

-“Al cruzar el puente y atravesar el espejo, lo verdaderamente genial es guardar silencio.”

En esos momentos y en aquel contexto, la frase parecía un conjuro. Cuando logró salir de su estupefacción el profesor le dijo que iba rumbo al Instituto Pasteur, y preguntó si podría darle el servicio. El chico le informó que a esa hora no manejaba el taxi, a esa hora iba a la universidad y justo se dirigía allá.

Dicho esto, se encaminaron juntos a la salida. Habían caminado apenas cinco pasos en la banqueta, cuando el profesor se dio cuenta que iba solo, volteó y no vio al chico por ninguna parte. Por un momento, le causo extrañeza el pensamiento de que aquel chico no parecía ser de este mundo.

Caminó unos pasos más hasta que encontró un bistró pequeño en el camino y entró para desayunar. A media distancia, en una mesa creyó ver al chico de la bitácora y se acercó, tenía sentido que caminara más rápido y hubiera llegado antes que él para tomar un café antes de ir a la escuela. Cuando llegó al lugar donde creía que había visto al chico se dio cuenta que era un espejo, volteo en búsqueda del modelo original y no vio nada. Volteo a verse en el espejo y lo que vio en el reflejo no fue su propia cara sino la del chico y se tocó la cara, como si no se la reconociera, justo cuando pasaba un mesero, quien lo miró un poco sorprendido.

Bajó la vista y tuvo la certeza de que sí había estado ahí el chico unos instantes antes, porque estaba escrito en una servilleta, con su caligrafía:

‘Al atravesar el puente y cruzar el espejo, lo verdaderamente genial es guardar silencio’.

Al buscar su reflejo en el espejo, por fin tuvo la imagen que conocía de él mismo y se tranquilizó.

Cuando el mesero llegó y le entregó la carta, ya no le sorprendió que dentro del menú viniera una postal con una invitación a la inauguración de la exposición de una fotógrafa que había capturado la imagen de docenas de puentes por el mundo, en la invitación estaba escrita la frase:

‘Existen puentes capaces de atravesarlo todo -saber esto- te hace más grande.’ Fin.

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